Camisa de seda

Lucía vivía en una aldea, una aldea en un lugar recóndito en el interior. Una aldea lo suficientemente pequeña como para que todos supiesen de todos y, en ese trasiego del vivir no se sintiesen solos.

El paisaje que la rodeaba no era seguramente muy distinto del que os podéis imaginar. Viviendo en el interior como vivían, los rodeaba una naturaleza abundante que cambiaba de color en cada estación del año y les ofrecía distintos frutos que llevar a la mesa: ora unas fresas, ora unas castañas.

Lucía había heredado la profesión familiar, era lavandera. Las mujeres iban al río después de recoger la ropa de varias casas, y recorrían la avenida de árboles que llevaba del centro de la aldea hasta la sinuosa curva con la que el meandro del río les había favorecido en su devenir por aquellas tierras, y por donde las aguas discurrían a ritmo de swing, esto es, alegres pero no arrolladoras, permitiéndoles hacer su tarea con seguridad.

Meandros del río

Mientras era chica, a Lucía le parecía que aquella era una tarea muy divertida. Ayudaba a mamá y a otras mujeres a recoger las ropas de las otras casas, cargaban sus burros y en una dicharachera caravana veía como se dirigían al rio, lugar que sólo pudo visitar con ellas cuando cumplió los quince.

Antes de eso, se le antojaba que lo que debían hacer en el río debía ser un muy especial por cuanto no permitían a los niñ@s más pequeños acompañarlas.

Los pequeñ@s iban a la escuela y las veían partir en su romería diaria hacia su destino, cuando salían a la plaza mayor en el recreo, alrededor de a las 10:30 de la mañana.

Las mujeres, no se levantaban tarde, bien al contrario, se levantaban poco antes de que despuntara el sol; preparaban los desayunos, organizaban sus casas y comenzaban a prepara la comida de medio día con el fin de que el tiempo no se les comiese en sus quehaceres.

Sus cocinas olían a pan caliente recién horneado, a sofrito de cebolla y ajo, a potaje que se cocía lentamente sobre el fuego del hogar. Aquel fuego debía ser avivado cada mañana pues, durante la noche su flama se había ido consumiendo y solo se podía reparar en los rescoldos que conferían al espacio una atmósfera suave y tibia.

En todas las casas había alguien que se encargaba de aquella tarea, una tarea que, por obvia y necesaria, nadie ponía en valor pero que todos echaban en falta si desaparecía.

Así que aquella excursión diaria de algunas mujeres al rio a Lucía se le antojaba especial.

Era así como lo sentía, así que al cumplir los 15 e iniciar su nueva labor, lo hizo con entusiasmo. Era enérgica y se disponía con orgullo a cargar los burros con la ropa, el jabón y la artesa (una tabla de madera con unas ondulaciones y contra la que restregaban la ropa) así como a preparar el tentempié que llevaban consigo.

Las mujeres salían del pueblo en plena cháchara saludando a unos y otros y al llegar al río se afanaban en sacar lustre a una ropa, en muchas ocasiones, un tanto ajada.

Al principio, y para que se fuese acostumbrando a la tarea, frotaba sólo algunas piezas, sus brazos no estaban preparados para más, pero con el tiempo, se puso de lleno, no tardando primero en agrietársele las manos y luego encallecérsele mientras sus brazos cogían una fuerza que ya hubiese querido un pugilista.

Mientras, se quejaba a su madre: madre, las manos se me están volviendo ásperas, la piel dura y me duelen; a lo que su madre sonreía y tomaba la crema de caléndula aplicándosela con suavidad por las manos como cuando recibía una caricia infantil.

En el río, las mujeres hablaban de todo y de nada, porque no había novedades todos los días, aunque siempre había alguna que sacaba tema de conversación de debajo de las piedras

Lucía, que después de algún tiempo había dejado de ver con entusiasmo una tarea tan ardua, dejó de sumarse a las dicharacheras conversaciones y empezó a mirar, y el mirar la llevó a observar.

Observar no es una tarea fácil. Observar implica mirar y que ese mirar tenga un tanto de comprensión dejando de hacer las cosas por inercia o al tun tun. Así que se abrió un basto mundo de exploración en aquel trabajo que se había convertido ya en rutinario.

El mayor descubrimiento lo hizo un día pasando por la avenida de árboles que, a lado y lado del camino las acompañaban en el tramo desde el pueblo hasta el río.

Observando las cortezas de los árboles, se le antojaron señoritas, a cuál más divertida. Una parecía tener cara pícara y parecía decirle cada mañana: “buenos días salá”, otra mantenía una postura elegante y risueña, otra, parecía reírse del mundo, otra parecía tener ojos inquisitivos, mientras que otra parecía bailar dentro de su inmovilismo.

Sus cortezas, ásperas como la de los pinos, parecían esconder un secreto que ella estaba empezando a descubrir.

No comentó nada con las mujeres e internamente llamó a aquel tramo: el camino de las doncellas.

A partir de aquel día su caminar fue distinto, intentando encontrar un lenguaje a aquello que no tenía palabras.

Una mañana, su madre le preguntó: -¿Lucía qué has visto en el sendero que, cuando entramos en el paseo de los árboles sonríes? Te he observado varios días y siempre cambias tu expresión cuando llegamos allí-.

Lucía le explicó lo que había observado y su madre sonrió como el que escucha una historia conocida.

El camino de las doncellas

Aquella mañana, su madre anunció algo al resto de lavanderas: mujeres, Lucía es una Salma.

Un montón de vítores y aplausos acompañaron la noticia. Las mujeres dejaron de trabajar y secando sus manos en los delantales se acercaban y la abrazaban, o le pellizcaban las mejillas felicitándola, desconcertando a la inocente Lucía.

Aquello debía ser bueno, pero ella no entendía nada. Luego se lo explicaría su madre mientras se aplicaban  en las manos por la noche  la milagrosa crema al amor de la lumbre.

-¿Sabes lo que significa Salma?-

-Mira, Salma es una palabra que viene de la lengua de aquellos que vivieron aquí antes que nosotros y no sé de qué manera ha llegado a nuestros días. Significa mujer de paz.

En fin, nunca pensé tener una salma en casa, es un honor.

-Mamá y ¿por qué es tan especial ser Salma?-

-Cariño- dijo su madre -No todo el mundo puede ver el interior de las personas, ¿sabes?

-Pues yo no creo que sea nada especial -dijo Lucía… de hecho, deberíamos poder verlo todos: lo amable que es Juan, aunque a veces se muestre arisco; lo cuidadosa que es Amalia, aunque en ocasiones sea esquiva, lo generosa que es Carmela aunque a veces nos mire por encima del hombro…

-¿Sabes mamá? Creo que no lo ven porque no se lo ha enseñado nadie- y se quedó pensativa.

-¿Y si aprendo y lo enseño en la escuela? ¿Me dejará la maestra?-

La niña estaba entusiasmada con su nuevo objetivo mientras la madre veía como lentamente una de las lavanderas dejaba el oficio para hacer algo nuevo.

Solo sabía mucho la vieja del risco que hablaba con las hierbas, así que dejó que la visitara para aprender, a escondidas de su padre que lo hubiese tachado de chifladura de mujeres.

Sueños

Con el tiempo, Lucía se incorporó a la escuela local en calidad de maestra. En su primera clase les preguntó a sus alumnos:

-¿Queréis aprender a leer?-

-Y ¿a hacer cuentas?-

Los niños afirmaban con la cabeza.

-Pues aprenderemos todo eso y algo mucho más importante- les dijo Lucía.

-¿Qué podía ser más importante para tener un buen futuro que leer y llevar bien las cuentas?- le preguntaron los niños.

-Aprenderemos a ver la camisa de seda que todos llevamos dentro-dijo ella.

Desde entonces, pasan cosas en el pueblo, cosas que tienen que ver con cómo se valora a cada uno: Alejo pasó de ser el glotón zampabollos a ser el “gourmet”. Años después se convirtió en cocinero alegre y, no veáis cómo se llena el merendero de gente y de aldeanos de los pueblos contiguos. Eva pasó de ser un bicho inquieto al que se le llamaba la atención, a apodarla la mariposa azul, por la cinta que siempre llevaba en el cabello. Hoy es la que trae las telas de moda de la capital y con ayuda de Carmen, manos de ángel, confecciona los vestidos y los trajes de los lugareños.

Sabían leer, escribir y hacer cuentas y, algo que les permitió verse y reconocer en los demás su camisa de seda… Y así cambió el mundo dibujando sonrisas.

Camisa de seda

Dedicado a todos los maestros o a los que como ellos enseñan a niños y a adultos lo más importante, a SER y a mostrar quienes realmente somos. Por eso, ¡GRACIAS!

Luz y alegría

Tundra

Fotografia Tundra de San Martin

 

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12 respuestas a «Camisa de seda»

  1. Vale el esfuerzo por aprender a mirar. Condición indispensable es tener limpia la mirada y libre el pensamiento. Enhorabuena. Eres una Crac.

  2. Son estupendos tus cuentos. Y éste para no ser menos es muy original, además de sencillo y, bueno que también me ha gustado un montón. Sigue adelante que los escucho y, porqué nó lo comparto. Un abrazo fuerte para tí de tu tía Marisol.

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