FUNDAMENTAL

Vengo en esta ocasión a presentaros cómo esta palabra: FUNDAMENTAL, puede impactar en nuestra vida y en la de otros.

La primera vez que alguien hizo referencia a esta palabra del modo que os explicaré, me sorprendió y fue como quitar una sustentación a ese tambalillo sobre el que todos nos apoyamos para sentirnos seguros en nuestro caminar diario y, al tiempo, supuso una liberación.

Os explico, os diré que mientas escribo me entusiasmo internamente ante la posibilidad de que, quizás, a alguno de vosotros le suceda lo mismo y lo libere de estructuras innecesarias.

Cuantas veces habéis oído decir: “esto es básico y fundamental”.

Cuando se dice algo así, se dice con decisión y convicción férrea sobre lo que se está exponiendo, no en vano, fundamental significa según la RAE: los principios sobre los que. se sustenta una teoría o la estructura de algo, por lo tanto, hablamos de algo primordial, insustituible, en definitiva, vital.

En la vida, y los que tenemos ya unos años lo hemos ido viendo a lo largo de ella, lo que hoy es “fundamental”, mañana parece no serlo, así que algo que era primordial y absoluto parece no serlo tanto algunos años después…quizás esa “relatividad” es lo que desprenden algunos de nuestros mayores que parecen estar de vuelta de todo y no dan importancia a muchas cosas que a otros todavía nos parecen “fundamentales”.

En los últimos tiempos, la sociedad se volvió líquida, es incierta y aun así los fundamentalismos siguen presentes y a veces tan vehementes como su intolerancia a otras opciones pueda desprender.

Fundamentales hay pocas cosas en la vida, cada uno escogerá las que desee para sustentar la suya, pero nunca está de más preguntarse si aquello que yo consideré fundamental, que me fue trasladado por mi familia o por mi entorno un día, a día de hoy tiene sentido o es una FUNDA MENTAL.

Pararos un momento, sí, he dicho: FUNDA MENTAL… ¿qué es una funda, sino algo que nos obstaculiza ver?

Os propongo durante este mes que os planteéis algunas de aquellas cosas que creéis que son FUNDAMENTALES en vuestras vidas; de la reflexión, a lo mejor concluyamos que quizás sean importantes, pero no fundamentales; quizás sean útiles hoy, pero no non fundamentales; quizás, no darles esa connotación nos abra la puerta a otras posibilidades, otros planteamientos, otras maneras de vivir menos restrictivas; en definitiva, a poder elegir y ser más libres y coherentes con nuestro sentir.

Y os planteo otro reto, cuando oigáis a alguien exponer con energía teorías que tilda de fundamentales, preguntaros qué funda mental lleva puesta o pretende (a veces inconscientemente) poner a aquellos que le escuchan quizás incluso con el ánimo de protegerlos.

Os deseo un mes excitante y quizás liberador en vuestra exploración.

Luz y alegría

Tundra

Tundra

 

Copyright © Tundra de San Martin tundrasblog.com

Historia de un piano

Erase una vez un piano de cola que vivía en una mansión.

La mansión, gris y un tanto descuidada, había sido abandonada hacía ya algunos años, y tanto la construcción como el jardín que la rodeaba reflejaban la falta de un espíritu que las habitase y les diese vida.

A pesar de sus dimensiones y de su potencial, cuando se pasaba por delante de la verja, un tanto oxidada, que delimitaba el terreno que la rodeaba, pocos se paraban a mirar; llevar los ojos hacia ella era entrar en un estado de letargo y nostalgia pasada que los paseantes instintivamente evitaban.

Si entrabas en la casa, a la izquierda, en medio de un gran salón vacío descubrías un piano. La tapa superior del piano estaba abierta sostenida por un bastidor que parecía informar de que en algún momento había sido tocado y parecía como si súbitamente hubiese quedado huérfano. Sus teclas estaban cubiertas con un fieltro verde, cubierto también de polvo.

Las casas abandonadas tienden a ser invadidas lentamente por otros seres, plantas y animalitos varios que buscan el calor y el recogimiento en el invierno o un lugar seguro donde procrear en primavera, y aquella casa no era distinta.

Descubrieron, por fortuna, unos ratoncillos un recoveco por el que colarse a través de la puerta del jardín. Digo por fortuna, por que la invasión de los ratoncillos supuso un cambio que pocos podrían haber sospechado.

Los espacios que recorrieron aquellos ratoncillos antes de descubrir el piano eran inmensos, pues inmensa era la casa llegando, finalmente, a la sala donde se podía descubrir al instrumento, solemne, de cola, abierto y… lleno de polvo. Ante tan impresionante visión, algunos, temerosos, lo miraban de lejos; no obstante, un par de intrépidos se aventuraron a escalar por él y a pasearse por su superficie. Quizás podrían hacer allí su nido. Por su temperamento inquieto, los ratoncillos, iniciaron un juego en el que se deslizaban, después de coger carrerilla, por la superficie de la tapa que cubría las teclas. En ese juego inocente se precipitó uno de ellos cual bola de nieve que rueda ladera a bajo, sobre el fieltro que las cubría, abriendo la caja de los truenos, pues sonaron un seguido de notas que se oyeron hasta el otro lado del mar.

Inmediatamente, todos se escondieron ante tal estruendo, pero al ver que no pasaba nada, repitieron la experiencia saltando sobre el teclado y descubriendo sonidos armónicos e inarmónicos en ese juego saltarín.

Mientras descubrían los sonidos de todas aquellas notas, iban desempolvando el piano adormecido que se liberaba de un gran peso creando imágenes en el aire que, instantes después, desaparecían.

Un día alguien pasó por delante de la casa, y oyendo el sonido de las teclas del piano abrió la cancela, llena de herrumbre, y entró en ella.

Por supuesto, nuestros tímidos ratoncillos, al oír el chirriar de los goznes de la puerta se escondieron, observado curiosos al intruso que se paseaba por toda la casa.

Como no, llegó a la habitación del piano y allí lo descubrió…lleno de polvo…lleno de polvo, y lleno de señales de patitas por todos lados.

Sorprendido ante el descubrimiento, abrió las ventanas, dejó que la luz ocupara la habitación y se sentó a tocar el piano.

No sonaba mal.

Salió decidido. Esa sería su casa. Habría que ponerla en luz, limpiar, pintar, decorar…un proyecto que abordar con energía, sin prisa, pero sin pausa.

Así que nuestro pianista compró la casa y actualizó cada una de las estancias, así como el precioso jardín que la rodeaba, no sin esfuerzo, pero con ilusión por la visión que lo empujaba.

Reparó las cañerías que inundaron la cocina; sustituyó los cables que se habían quemado y todas las tardes, al ponerse el sol, tocaba el piano entre pinturas y herramientas.

Después de algún tiempo, no pudo creerlo, un día amaneció y se dio cuenta de que, lo importante estaba hecho, así que disfrutó de su música matinal que se armonizaba con el canto de los pájaros que habían ido trasladando sus nidos a su jardín.

Los ratoncillos, encontraron un lugar donde esconder su nido y poder disfrutar de la música que, ahora sí, salía de un piano afinado y vivo.

El propietario nunca los buscó, aunque sabía que estaban en algún lugar; gracias a ellos había descubierto la casa y había llegado hasta el piano.

A veces, la vida, pone ratoncillos en nuestro camino para despertar aquello que está abandonado y precisa ser rescatado.

Y quizás, si les prestamos atención, llegaremos a nuestro piano y abriremos las ventanas de nuestra casa para que la luz la inunde llenándola de música.

Luz y alegría

Tundra

Fotografia Tundra de San Martin

 

Copyright © Tundra de San Martin tundrasblog.com

Camisa de seda

Lucía vivía en una aldea, una aldea en un lugar recóndito en el interior. Una aldea lo suficientemente pequeña como para que todos supiesen de todos y, en ese trasiego del vivir no se sintiesen solos.

El paisaje que la rodeaba no era seguramente muy distinto del que os podéis imaginar. Viviendo en el interior como vivían, los rodeaba una naturaleza abundante que cambiaba de color en cada estación del año y les ofrecía distintos frutos que llevar a la mesa: ora unas fresas, ora unas castañas.

Lucía había heredado la profesión familiar, era lavandera. Las mujeres iban al río después de recoger la ropa de varias casas, y recorrían la avenida de árboles que llevaba del centro de la aldea hasta la sinuosa curva con la que el meandro del río les había favorecido en su devenir por aquellas tierras, y por donde las aguas discurrían a ritmo de swing, esto es, alegres pero no arrolladoras, permitiéndoles hacer su tarea con seguridad.

Meandros del río

Mientras era chica, a Lucía le parecía que aquella era una tarea muy divertida. Ayudaba a mamá y a otras mujeres a recoger las ropas de las otras casas, cargaban sus burros y en una dicharachera caravana veía como se dirigían al rio, lugar que sólo pudo visitar con ellas cuando cumplió los quince.

Antes de eso, se le antojaba que lo que debían hacer en el río debía ser un muy especial por cuanto no permitían a los niñ@s más pequeños acompañarlas.

Los pequeñ@s iban a la escuela y las veían partir en su romería diaria hacia su destino, cuando salían a la plaza mayor en el recreo, alrededor de a las 10:30 de la mañana.

Las mujeres, no se levantaban tarde, bien al contrario, se levantaban poco antes de que despuntara el sol; preparaban los desayunos, organizaban sus casas y comenzaban a prepara la comida de medio día con el fin de que el tiempo no se les comiese en sus quehaceres.

Sus cocinas olían a pan caliente recién horneado, a sofrito de cebolla y ajo, a potaje que se cocía lentamente sobre el fuego del hogar. Aquel fuego debía ser avivado cada mañana pues, durante la noche su flama se había ido consumiendo y solo se podía reparar en los rescoldos que conferían al espacio una atmósfera suave y tibia.

En todas las casas había alguien que se encargaba de aquella tarea, una tarea que, por obvia y necesaria, nadie ponía en valor pero que todos echaban en falta si desaparecía.

Así que aquella excursión diaria de algunas mujeres al rio a Lucía se le antojaba especial.

Era así como lo sentía, así que al cumplir los 15 e iniciar su nueva labor, lo hizo con entusiasmo. Era enérgica y se disponía con orgullo a cargar los burros con la ropa, el jabón y la artesa (una tabla de madera con unas ondulaciones y contra la que restregaban la ropa) así como a preparar el tentempié que llevaban consigo.

Las mujeres salían del pueblo en plena cháchara saludando a unos y otros y al llegar al río se afanaban en sacar lustre a una ropa, en muchas ocasiones, un tanto ajada.

Al principio, y para que se fuese acostumbrando a la tarea, frotaba sólo algunas piezas, sus brazos no estaban preparados para más, pero con el tiempo, se puso de lleno, no tardando primero en agrietársele las manos y luego encallecérsele mientras sus brazos cogían una fuerza que ya hubiese querido un pugilista.

Mientras, se quejaba a su madre: madre, las manos se me están volviendo ásperas, la piel dura y me duelen; a lo que su madre sonreía y tomaba la crema de caléndula aplicándosela con suavidad por las manos como cuando recibía una caricia infantil.

En el río, las mujeres hablaban de todo y de nada, porque no había novedades todos los días, aunque siempre había alguna que sacaba tema de conversación de debajo de las piedras

Lucía, que después de algún tiempo había dejado de ver con entusiasmo una tarea tan ardua, dejó de sumarse a las dicharacheras conversaciones y empezó a mirar, y el mirar la llevó a observar.

Observar no es una tarea fácil. Observar implica mirar y que ese mirar tenga un tanto de comprensión dejando de hacer las cosas por inercia o al tun tun. Así que se abrió un basto mundo de exploración en aquel trabajo que se había convertido ya en rutinario.

El mayor descubrimiento lo hizo un día pasando por la avenida de árboles que, a lado y lado del camino las acompañaban en el tramo desde el pueblo hasta el río.

Observando las cortezas de los árboles, se le antojaron señoritas, a cuál más divertida. Una parecía tener cara pícara y parecía decirle cada mañana: “buenos días salá”, otra mantenía una postura elegante y risueña, otra, parecía reírse del mundo, otra parecía tener ojos inquisitivos, mientras que otra parecía bailar dentro de su inmovilismo.

Sus cortezas, ásperas como la de los pinos, parecían esconder un secreto que ella estaba empezando a descubrir.

No comentó nada con las mujeres e internamente llamó a aquel tramo: el camino de las doncellas.

A partir de aquel día su caminar fue distinto, intentando encontrar un lenguaje a aquello que no tenía palabras.

Una mañana, su madre le preguntó: -¿Lucía qué has visto en el sendero que, cuando entramos en el paseo de los árboles sonríes? Te he observado varios días y siempre cambias tu expresión cuando llegamos allí-.

Lucía le explicó lo que había observado y su madre sonrió como el que escucha una historia conocida.

El camino de las doncellas

Aquella mañana, su madre anunció algo al resto de lavanderas: mujeres, Lucía es una Salma.

Un montón de vítores y aplausos acompañaron la noticia. Las mujeres dejaron de trabajar y secando sus manos en los delantales se acercaban y la abrazaban, o le pellizcaban las mejillas felicitándola, desconcertando a la inocente Lucía.

Aquello debía ser bueno, pero ella no entendía nada. Luego se lo explicaría su madre mientras se aplicaban  en las manos por la noche  la milagrosa crema al amor de la lumbre.

-¿Sabes lo que significa Salma?-

-Mira, Salma es una palabra que viene de la lengua de aquellos que vivieron aquí antes que nosotros y no sé de qué manera ha llegado a nuestros días. Significa mujer de paz.

En fin, nunca pensé tener una salma en casa, es un honor.

-Mamá y ¿por qué es tan especial ser Salma?-

-Cariño- dijo su madre -No todo el mundo puede ver el interior de las personas, ¿sabes?

-Pues yo no creo que sea nada especial -dijo Lucía… de hecho, deberíamos poder verlo todos: lo amable que es Juan, aunque a veces se muestre arisco; lo cuidadosa que es Amalia, aunque en ocasiones sea esquiva, lo generosa que es Carmela aunque a veces nos mire por encima del hombro…

-¿Sabes mamá? Creo que no lo ven porque no se lo ha enseñado nadie- y se quedó pensativa.

-¿Y si aprendo y lo enseño en la escuela? ¿Me dejará la maestra?-

La niña estaba entusiasmada con su nuevo objetivo mientras la madre veía como lentamente una de las lavanderas dejaba el oficio para hacer algo nuevo.

Solo sabía mucho la vieja del risco que hablaba con las hierbas, así que dejó que la visitara para aprender, a escondidas de su padre que lo hubiese tachado de chifladura de mujeres.

Sueños

Con el tiempo, Lucía se incorporó a la escuela local en calidad de maestra. En su primera clase les preguntó a sus alumnos:

-¿Queréis aprender a leer?-

-Y ¿a hacer cuentas?-

Los niños afirmaban con la cabeza.

-Pues aprenderemos todo eso y algo mucho más importante- les dijo Lucía.

-¿Qué podía ser más importante para tener un buen futuro que leer y llevar bien las cuentas?- le preguntaron los niños.

-Aprenderemos a ver la camisa de seda que todos llevamos dentro-dijo ella.

Desde entonces, pasan cosas en el pueblo, cosas que tienen que ver con cómo se valora a cada uno: Alejo pasó de ser el glotón zampabollos a ser el “gourmet”. Años después se convirtió en cocinero alegre y, no veáis cómo se llena el merendero de gente y de aldeanos de los pueblos contiguos. Eva pasó de ser un bicho inquieto al que se le llamaba la atención, a apodarla la mariposa azul, por la cinta que siempre llevaba en el cabello. Hoy es la que trae las telas de moda de la capital y con ayuda de Carmen, manos de ángel, confecciona los vestidos y los trajes de los lugareños.

Sabían leer, escribir y hacer cuentas y, algo que les permitió verse y reconocer en los demás su camisa de seda… Y así cambió el mundo dibujando sonrisas.

Camisa de seda

Dedicado a todos los maestros o a los que como ellos enseñan a niños y a adultos lo más importante, a SER y a mostrar quienes realmente somos. Por eso, ¡GRACIAS!

Luz y alegría

Tundra

Fotografia Tundra de San Martin

 

Copyright © Tundra de San Martin tundrasblog.com

Desde mi balcón_1

He pensado en compartiros algunos descubrimientos o reflexiones que alternaré con los cuentos, como el que ya os hice llegar el mes pasado.

Las reflexiones, las haré desde mi balcón, otra metáfora … aunque en esta ocasión sea un trampolín real. Con el deseo de que nos sean útiles.

Inspiración

Soy especialmente sensible al ruido. Disfruto paseando por la naturaleza sola y a poder ser en aquellas horas en las que sé que no encontraré a nadie. Me deleito escuchando el murmullo de las ramas de los árboles en su vaivén; escuchando a los pájaros que, de vez en cuando, ponen su nota de color a un cuadro sereno, o el crujir de los arbustos que me informan de que no estoy sola.

Me diréis: Tundra, gracias por la descripción, pero, y esto ¿en qué me puede interesar a mí, a parte de conocerte mejor, si es que eso puede ser interesante?

Os quiero compartir algo que descubrí y que me ha sido útil en los últimos tiempos con el único deseo de que, a lo mejor, quizás, también os pueda ser útil a vosotros.

Desde mi balcón, y no vivo a pie de calle, puedo oír un montón de cosas: los coches que pasan con la música a todo volumen en un intento de compartir composiciones que nada tienen que ver conmigo (o no tenían…luego te explicaré por qué), las conversaciones que tiene la gente (si supieran de lo que se entera uno…quizás hablarían más bajito). Lo cierto es, que tengo tendencia a sentir todo eso que escucho como una molestia innecesaria en mi vida diaria.

La primera reacción es contener, es como hacer que no escucho, pero paralelamente, hay una parte de mí que representaría físicamente como una vasija que empieza a llenarse. En ocasiones me distraigo por el camino, como el perro que encuentra otro hueso más interesante y abandona el que tenía en la boca, y esa vasija no llega a llenarse, pero en otras, la vasija llega a colmarse y de repente se convierte en un pequeño incendio que sube desde las entrañas, pasa por el pecho y llega hasta mi cabeza donde algún sicario surge de la oscuridad y saca la recortada con intención de eliminar de la faz de la tierra aquello que me está perturbando. De hecho, cuando eso pasa, y debo reconocer que pasa con más frecuencia de la que me gustaría, mi mente idea las mil y una buscando soluciones drásticas a la situación. Soluciones como:

  • ¿y si les tiro un cubo de agua?
  • Me quejaré al ayuntamiento…
  • Pondré carteles en los balcones con mensajes como: respeta el silencio nocturno.

… En fin, todo eso, como podéis imaginar, no sale de mí con un color suave y ligero, sale más bien con un tono rojo Ferrari que hace que me hierva la sangre y, como me crea mucha desazón interior, la calmo poniéndome el calzado deportivo y saliendo a la naturaleza que, gracias al universo, queda muy cerca de casa. Inicio mi caminar como un cohete en busca de la ingravidez para quedar suspendida en el silencio de nuevo y, el rojo Ferrari pasa a rosa, luego se clarea, la energía va mermando y finalmente me siento en una piedra y pienso ¿qué le pasa a este mundo? Menuda locura de sociedad…y, aquí viene lo que descubrí.

Ferrari rojo

Hubo un día, ese día, en que llegó a mí una idea peregrina. No sé de dónde salió, pero se coló en mi mente igual que se colaba toda aquella información que percibía y le di las gracias y sonreí.

Seguro que no os sorprende si os describo un anochecer en el que decidís poneros a meditar, por que lo habeis incorporado como hábito. Forma parte de las vidas de muchos y a veces, sobre todo al principio, uno se pregunta: ¿sirve para algo? Os lo aseguro, sirve, así que, si lo habéis incorporado a vuestra vida, no lo dejéis por mucho que en ocasiones os cueste poneros, sólo 5 minutos…a veces esos 5 minutos pueden cambiar vuestra vida.

Pues bien, estaba yo en ese contexto, todo muy zen, cuando empecé a oír como hablaban voz en grito, o al menos así lo sentía yo, algunas personas que estaban en una terraza cerca de casa. Eran las diez de la noche. Mi caldero empezaba a calentarse. Oía las conversaciones, palabra por palabra y, parecía que el cincel y el martillo iban golpeándolas en mi interior. Lo primero que surgió era: ¿no los espera nadie en casa?, parece como si fuesen las 12 del medio día en un mercado callejero.

Lo siguiente era culpar a alguien por permitir tener los locales abiertos hasta tan tarde.

Como podéis sentir, y si no os lo digo yo, estaba en la autopista cargando el Ferrari para decirles (eso sí internamente, por que me “educaron muy bien”) de todo menos bonito cuando se coló la idea peregrina: todo ese ruido que oyes fuera es el ruido que hay en tu mente; y el mensaje seguía: si te callas (mentalmente) se callarán ellos también.

Flor

La llegada de este pensamiento lo primero que hizo en mí fue parar la carrera en la que estaba entrando con mi Ferrari rojo, por que ipso facto me dije: ¡venga va! Y después se incorporó el juego…¿Hago la prueba y me “callo”?  Eso procuré, y como si el universo constatara aquella brizna que se había colado en mí, las voces que me estaban molestando se callaron o al menos, yo ya no las oía.

¿Os lo podéis imaginar? El siguiente pensamiento fue: ¡qué casualidad! y volví a escucharlos, en esta ocasión algo más bajito y, decidí seguir jugando, como los niños cuando se pasan el rato junto al interruptor encendiendo y apagando una luz como si fruto de esa repetición fuesen a descubrir por qué mágico mecanismo se ilumina la habitación.

Y funcionó, en cada ocasión.

Creo que al cabo de un rato se fueron, ya no presté más atención. Después de tantos años de leer sobre todas esas cosas llegaba a mi una experiencia muy útil. Sabéis aquello de:” no expliques cómo es una manzana a alguien que nunca la probó, dásela a comer y las palabras sobrarán”, pues así me sentí yo.

Lo cierto es que, desde entonces, no os engañaré, sigo oyendo las conversaciones, sigo oyendo los ruidos, y quizás me queje por ello, pero cada vez que el Ferrari arranca, recuerdo aquella idea peregrina que me visitó diciéndome: ¿Cuál es tu ruido mental?

Y te pregunto:

¿Tu también tienes un flamante Ferrari? ¿Dónde lo tienes aparcado : en tu mente, en tu estómago, en tu hígado? ¿Es gasolina o diésel? ¿Sabes por qué y cuando arranca?

Ahí lo dejo… Me despido hasta la próxima ocasión deseándoos luz y alegría en vuestro camino.

Tundra

Fotografia Tundra de San Martin

 

 

Copyright © Tundra de San Martin tundrasblog.com

Yo soy vaca; ella ardilla; tu mono

En cualquier país del mundo podemos encontrarnos con una familia tan singular como la que os presentaré. Os preguntareis por qué la califico de singular; pues bien, os daré una pista: nunca se habían mirado en las aguas del río. Lo comprenderéis más adelante, si no lo habéis adivinado ya.

Después de conocerlos, mi vida cambió. Quizás también cambie la vuestra.

Empezaré esta historia presentándoos a los miembros que componen esta familia.

Uno de ellos era una vaca. Como vaca que era, era un animal grande, lento, no parecía tener grandes aspiraciones; sin aparentes deseos a parte de alimentarse y descansar al sol; no parecía tener mayor preocupación. Al mirarla transmitía serenidad y reflexión.

Pareciera obvio que alguien que se mueve despacio, que escanea con la mirada lo que le rodea y hasta donde su flexibilidad le permite lentamente pueda transmitir serenidad y sosiego y, que todo el tiempo de que dispone (aparentemente mucho) le permita una cierta reflexión.

Y todo se desarrollaba a ese ritmo, donde todo tenía su tiempo: laaaaargo para disfrutarlo.

El otro miembro de la familia era una ardilla, ¿podéis imaginarla? La ardilla, pequeña, ágil y divertida subía y bajaba por las cortezas y entre las ramas de los árboles próximos recolectando todo tipo de frutos secos, semillas y algunos vegetales.

Su vida transcurría un poco más rápida que la de la vaca que la observaba ir y venir constantemente.

Ardilla le llevaba a Vaca lo que iba encontrando en el bosque, claro que, no todo podían compartirlo, pues su alimentación era muy distinta, pero sí compartían algunos bocados y también compartían largas conversaciones en las que Ardilla explicaba las novedades que había descubierto en su ir y venir, y Vaca hacía lo propio desde donde estaba, porque, a pesar del aparente poco movimiento, pasaban muchas cosas dentro de sí.

Y así fue hasta que llegó la prole y el prado cambió.

Ardilla y Vaca tuvieron a un pequeño monito.

En este momento os estáis preguntando cuan absurda es esta familia, ¿no es cierto? Nuestra mente nos está informando puntualmente: una vaca y una ardilla no pueden tener un mono.

Nuestra mente, como fiel testigo de lo que estudiamos, acaba de etiquetarlo como absurdo; y quizás la genética nos informa de eso, pero esto es un cuento…¿Por qué no abrirnos a esa posibilidad?

Cuando llegó el monito muchas cosas tuvieron que cambiar, cosas sencillas en las que antes no habían pensado porque cada uno hacía lo que necesitaba hacer respetando sus espacios. Así, uno se paseaba por el prado mientras el otro exploraba los árboles inmediatos que colindaban con aquel o, uno comía nueces mientras el otro pastaba a sus anchas.

Al llegar monito, tuvieron que alternarse para cuidarlo, pues era frágil y necesitaba ser alimentado y protegido.

Descubrieron que, a pesar de poder comer algo del pasto de la vaca, no le hacía bien comer siempre aquello, al igual que tampoco le hacía bien comer siempre frutos secos o semillas. Descubrieron también que, aunque podía caminar al lado de la vaca mientras paseaban por el campo, lo que monito quería era subir a los árboles como ardilla.

Aprendió de ardilla cómo subir a los árboles. Tuvo que descubrir cómo saltar de rama en rama pues, ardilla, lo hacía distinto y se sorprendió abriendo sus ojos de par en par al poder ver todo aquello que no se veía desde abajo y, así, empezó a ampliar su radio de acción.

Con Vaca disfrutaba conversando y explicando historias, con Ardilla descubría un entorno que empezó a hacérsele pequeño.

Vaca y Ardilla observaban al monito y se daban cuenta de que no podían predecir su comportamiento, ni lo que iba a pasar y no podían anticiparse a sus movimientos para evitarle los peligros que hay en todo bosque. Eso, empezó a ponerlos nerviosos, al igual que los comentarios que hacían tanto el rebaño de vacas, como la comunidad de ardillas.

Los primeros, se ponían nerviosos con tanto ir y venir, tanto subir y bajar rompía su tranquila vida en el prado desde donde veían los confines de su mundo.

Los segundos, no entendían porqué no recogía hacendosamente frutos y semillas para el invierno, por qué no trabajaba arduamente para construir su refugio en un árbol y así poder guarecerse de la lluvia o del frío.

Monito, que era muy sensible, percibía toda aquella incomprensión y se sentía solo a pesar de querer mucho a aquellos con los que convivía y de los que había aprendido tanto. No se sentía cómodo ni con el rebaño de vacas, ni con la comunidad de laboriosos roedores.

Hubo mucho tiempo de enfados por que unos y otros no entendían lo que monito necesitaba y su naturaleza le pedía.

Se oía constantemente a unos:

-¡No subas tan arriba, es peligroso!

-¡No te alejes!

-¡Quédate quieto!

-¿Me ayudas a encontrar semillas?

Monito, que ya dejaba de ser pequeño, habló un día con Vaca y le dijo:- Vaca, no me gusta comer contigo, no me gusta recostarme todo el rato, me gustaría explorar lo que hay más allá de ese bosque.

Vaca le dijo:

– más allá no hay nada. -Mira- le dijo Vaca, -si levantas la cabeza, ¿qué ves?-

-Yo veo el prado, el rebaño, el bosque que limita con el prado. ¿Ves algo más?

-No- contestó monito, -pero Vaca, ¿sabes?, tu ves sólo esto. Subes al cerro por el mismo camino cada día, mas yo he subido con Ardilla a los árboles y se ve un charco de agua enorme al otro lado del bosque, y otros bosques y otros prados. Esto es muy aburrido- concluyó.

Vaca estaba nerviosa, no sabía cómo ayudar a monito que se sentaba a su lado mirando a lo lejos con la mirada perdida.

Era intrépido y no podía evitarle los peligros que sabía que los rodeaban.

Si había otros lugares, también habría otros peligros para los que no lo habrían podido preparar y eso la inquietaba, porque lo veía inocente. ¿Acaso podría despertarse la astucia en él para sortear los peligros, o sería presa de los lobos en cuanto saliese de aquel prado?

Ardilla y Vaca lo querían mucho y mantenían muchas conversaciones intentando ver cómo podrían ayudarlo.

Un día, el viejo búho, al que todos acudían en busca de consejo cuando se sentían perdidos les dijo: – id los tres al río y no bebáis de sus aguas, sólo mirad.

Estuvieron largo rato los tres mirándose en las aguas del río y cada uno veía su cara, sólo su cara. De vez en cuando, monito se quejaba: – ¡qué aburrido! ¿Qué quiere búho que vea, acaso estos ojos grandes?, ¿estas orejas chicas?, ¿estos brazos largos? …

Al oír aquello, vaca dejo de mirarse y miró el reflejo de monito en el agua y se dio cuenta de que no era como ella. Obvio, ¿no?

Miró a ardilla, y se dio cuenta de que tampoco era como ella, aunque vivían en el mismo prado…y exclamó en voz alta:

– ¡Cáspita!, ¿cómo no me he dado cuenta antes? (le gustaba aquella palabra, se la había escuchado a algún humano y le parecía alegre, divertida y sobre todo, el reflejo de un descubrimiento de monumentales dimensiones).

Ardilla y Monito la miraron atónitos.

– ¿Qué has descubierto?

-Que no puedes comer lo mismo que yo, ni retozar en la hierba, ni rumiar …porque ¡no eres vaca! Y tampoco puedes seguir a ardilla, porque no eres ardilla, ¡eres mono!

– ¿Cómo te voy a ayudar a ser mono, si yo no soy mono?

– ¿Cómo lo va ha hacer ardilla, si tampoco es mono?

Vaca estaba entusiasmada con el descubrimiento. Llegó a la conclusión de que, por más que se esforzase, no podría nunca colgarse de una rama, ni ver los otros bosques y prados desde lo alto, porque simplemente a ella le correspondía comportarse de otra manera. Nunca sabría dónde podría llegar Monito pero ella no lo vería con sus ojos. Monito se lo explicaría, mas ella nunca podría seguirle, ni protegerle, ni anticiparse, porque sus destrezas y habilidades eran distintas. Sólo podría advertirle de lo que ella creyera prudente, prudente desde su lugar de vaca.

Ardilla que era rápida y lista, pilló al vuelo el mensaje de Vaca. Ella tampoco podría seguir a Monito. Quizás sí un tramo, quizás sí hasta la rama del roble centenario, lo que había después quedaba muy lejos de casa y, si iba más allá, no le seguiría. ¿Quien le recordaría que tendría que recolectar para no pasar hambre? ¿Quién le enseñaría a ser previsor? ¿A estar alerta y ojo avizor frente a las incertezas de lo que se encontrase?

Esa visión los alivió, más después de soltar la preocupación que llevaban, sintieron una nueva responsabilidad: tenían que encontrar una comunidad de monos que lo ayudasen a desarrollar sus habilidades para poder ser feliz. Esa sería su misión.

Agradecieron a búho su consejo. Él había augurado un futuro sorprendente para Monito, pero nadie había dicho que sería en aquel prado y junto a aquellos árboles. Nadie, nunca, dijo qué tendría que pasar para que el indómito e inquieto monito fuese el rey de su manada.

Encontraron un mono con el que descubrió un millar de posibilidades. Tuvo que caer de las ramas algunas veces, dar su brazo a torcer otras tantas y, poner los pies en el suelo con la misma seguridad con la que volaba en las alturas.

Hoy, monito, vive la vida que quiere. Descubre nuevas posibilidades, y experimenta con seres que, como él, se mueven entre el suelo y el cielo.

De vez en cuando, se deja caer por el prado y comparte sus aventuras con Vaca, que es feliz por que lo ve feliz y, juega con complicidad con ardilla en las alturas sabiendo que ese patio no es el suyo desde hace mucho.

¿Por qué no abandonar el sufrimiento y mirarnos en el río? ¿Vernos como somos y ofrecer a cada cual lo que precisa para poder SER fiel a su propia naturaleza y así ser feliz?

Dedicado a todos aquellos que en alguna ocasión se sintieron igual de perdidos que Vaca y Ardilla, o que son Monito, y no están cómodos en el prado donde viven.

Luz y alegría

Tundra

Fotografia Tundra de San Martin

 

 

Copyright © Tundra de San Martin tundrasblog.com