Los cuentos del agua

Vivía en un pueblecito, un personaje al que todos llamaban abuela María. La abuela María era conocida por todos por que había sido la antigua maestra de la escuela. Acostumbraba a llevar el cabello recogido en un moño y caminaba despacito por que sus piernas no podían hacer grandes esfuerzos, pero si mirabas sus ojos vivos y expresivos, parecía que les quedaba mucho por decir.

Acostumbraba a sentarse en un banco de la plaza mayor, a la sombra si era verano, y al solecito si empezaba a refrescar, y contaba historias a los niños; de hecho, era la mejor explicando cuentos. Sacaba del bolsillo de su delantal cualquier objeto que había recogido: una pinza de la ropa, un imperdible, un botón… y les proponía a los niños que hiciesen una frase bonita con él, continuando ella un relato de lo más inverosímil que alimentaba la imaginación de los niños. Sus cuentos estaban llenos de héroes que defendían la verdad y seres mágicos que, según ella, podían encontrarse en cualquier lugar del pueblo, si se llevaban los ojos bien abiertos. Para eso, para abrir los ojos interiores de aquellos niños, los invitaba a que los cerrasen; decía, que si las ventanas estaban abiertas había demasiadas distracciones y no descubrirían esa manera de mirar especial que ella les proponía.

Un día, al inicio del otoño, en una tarde en la que las hojas de los árboles planeaban suavemente sobre sus cabezas explicó el último cuento que se recuerda de ella.

El relato explicaba la vida de los habitantes de un valle muy bonito entre montañas donde se habían perdido las ganas de jugar y reír.

Los padres y madres de los chicos que allí habitaban tenían mucho trabajo en el campo, y los niños ya no salían a buscar lagartijas, ni ranas, ni sapos, ni explicaban nada cuando se sentaban a la mesa cerca de la chimenea a la hora de cenar.

Los chicos acostumbraban a sentarse en el empedrado que había detrás de la serrería cerca del río y dejaban pasar sin más las horas.

Entre ellos había una niña muy pequeña, a quien nadie prestaba atención. Observó aquella niña algo entre los matojos que se movía, y se acercó.

Se acercó, y pudo ver una niña como ella pero, algo distinta, tenía dos alitas. La niña, inocente como era, le preguntó cómo se llamaba y cuantos años tenía.

Tenía un nombre extraño: Nur, le dijo, y lo que más le sorprendió, parecía que tenía muchiiiiiiisimos años.

Era un hada, algo que no pareció sorprender a la niña y le contó que vivía en el bosquecillo que lindaba con el río.

Para celebrar tan agradable coincidencia, el hada le propuso a la niña ir a jugar juntas, a lo que ella preguntó: ¿qué es jugar?.

El hada abrió los ojos de par en par incrédula y le preguntó: ¿no has jugado al escondite? ¿Ni a sorprender a los animales en el bosque?, ¿No has jugado a ver la forma que tienen las nubes en el cielo?

La niña, sincera, le dijo que los chicos solamente se sentaban en el empedrado y que ella, como se aburría allí, iba a ayudar a mamá que siempre tenía muchas tareas que hacer.

Descubrieron juegos divertidos como jugar con las ranas que les hacían reír al saltar sobre sus barrigas desnudas, o imitaban los gestos de los ratoncillos de bosque.

Cuando volvió a casa a la hora de la cena, tenía mucho que explicar, pero allí todos estaban serios y no se atrevió a decir nada.

Pasaban los días y la niña aprendió a jugar, a reír… pero algo le preocupaba y es que, a parte de su nueva amiga secreta, todos en casa estaban serios y circunspectos.

Al hada aquello le pareció verdaderamente preocupante, así que le dijo que harían magia. Le pidió que llenara una botella de agua en la fuente a la que añadió una de sus alas. La agitó, y le dijo que se la diese a beber a sus amigos.

La niña andaba feliz hacia el empedrado cuando su hermano, en un arrebato, le cogió la botella y se la bebió toda de un suspiro dejándola a ella helada.

En su pensamiento surgió la reprimenda: ¡era para todos, no sólo para ti! …le decía en silencio.

Al volver esa noche a casa, su hermano estaba inusualmente comunicativo y hablaba por los codos. Nadie acertaba a entender qué pasaba salvo ella.

Al día siguiente, como es natural y ante tan espectacular resultado, la niña contó al hada lo sucedido y le pidió más agua…para el resto de los chicos que, al beberla, volvieron a casa transformados.

Tanta magia era difícil no compartirla, así que pidió más: para su madre, para sus tíos, para sus vecinos…

Al hada ya no le quedaban alas, y tardarían mucho en crecerle unas nuevas, así que le propuso disolverse en el agua de la fuente y cada sorbo que bebieran de allí transformaría sus vidas.

La niña no entendió bien lo que significaba disolverse en la fuente, pero convencida de que no perdería a su nueva amiga, accedió a la propuesta.

Nuestra hada salió del bosque y se sumergió en las aguas que alimentaban la fuente y, ¡oh sorpresa! Todo el pueblo empezó a sonreír, a bromear, a hablar mientras comían y a explicar historias alrededor de la chimenea por las noches.

Nadie supo del cambio, sólo la niña que iba cada día a la fuente a dar las gracias a su amiga.

La tarde en que la abuela María explicó este cuento, los niños del pueblo se fueron a casa pensando si en su pueblo habría alguna fuente mágica como la del cuento  de la abuela . Esa noche soñaron con caballeros, aventuras y seres que los mayores decían que no existían.

Durante una semana hizo muy mal tiempo, soplaba el viento, era desagradable estar en la calle y no hubo ocasión de volver a la plaza. Los niños echaban de menos los relatos de la abuela María así que el primer día que el tiempo acompañó, al salir de la escuela, se reunieron todos en la plaza esperando ansiosos otro cuento más.

La abuela María no apareció, de hecho, nunca más se supo nada más de ella. Encontraron su casa ordenada y la puerta abierta …todo un misterio.

Otro misterio alegraría poco después a los niños, pues al hacer obras en la plaza mayor, bajo el banco donde habitualmente se sentaba ella, salió un chorro de agua proveniente de un acuífero que cruzaba la plaza, hecho que fue aprovechado por la municipalidad para colocar una fuente.

A partir de entonces, se corrió la voz y los niños pasaban a buscar agua después del colegio diciendo que era el agua de la abuela María.

Las buenas lenguas dicen que aquellas aguas inspiraban las mentes de los niños, eran creativos y explicaban mil historias a la hora de cenar cuando se encontraban en familia.

Tanta fama llegó a tener la fuente de la plaza que se creó un concurso infantil en honor a la abuela María. Lo llamaron:” Los cuentos del agua”.

Fuese una leyenda o una casualidad, la inspiración había llegado a sus vidas a través de una fuente emblemática para que no se perdieran las sonrisas, los juegos y los relatos.

¿Qué aguas inspiran tu vida? ¿En qué aguas bebes?

Luz y alegría

Tundra

Fotografia Tundra de San Martin

 

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STARGATE

Se llamaba Pablo y no tenía más que 7 años. Acostumbraba a merendar un sabroso bocadillo de chorizo, o mortadela, o jamón dulce en la cocina, sobre el hule estampado que protegía una mesa que había acompañado muchas conversaciones.

Pablo era un gran oyente. En su casa, lugar por el que pasaban unos y otros con mucha frecuencia por que su madre tenía siempre las puertas abiertas a todo aquel que necesitaba echar un ratito de cháchara, se cocían muchas cosas entre pucheros y mandiles, y él las presenciaba detrás de unas gafas que le permitían ver con más claridad lo que acontecía.

A diferencia de mamá, que era un torbellino inquieto, Pablo acostumbraba a llevar algún libro entre las manos. Sus preferencias eran los libros de aventuras y los tebeos en los que disfrutaba de un mundo de hazañas y peripecias que distaban mucho de su vida cotidiana.

-Niño, sal a jugar a la calle- le decía su madre después de que se hubiese comido el consabido bocadillo y su vaso de leche.

A Pablo, que por su constitución lo del movimiento le costaba un poco, no le nacía motivación suficiente para moverse del sofá o del sillón que había sido del abuelo, y que hacía ya unos años había quedado vacío. Así que mientras mamá centrifugaba por la casa y hablaba cual radio portátil ora con la vecina, ora con alguna visita inesperada, él se refugiaba en sus lecturas creando un paréntesis perfecto después de la jornada escolar.

Una de esas tardes, vino Luís, su vecino, a buscarlo. Les faltaba un jugador para el partido de futbol.

-Anda, vete a jugar con Luisito, hijo- le dijo su madre acompañando sus palabras con un movimiento que lo llevaba hacia la puerta de la casa.

Andromeda

A regañadientes, Pablo acompañó a Luis a un partido que poco le importaba. Jugó, sudó de lo lindo y se enfermó, postrándolo un enfriamiento en cama.

Silencioso como era, estar enfermo y en su habitación suponía estar en la gloria bendita. Tendría tiempo para leer. Su madre sólo lo interrumpiría para llevarle un zumo de naranja, o el antitérmico a la hora indicada, o para preguntarle por lo que le apetecía para comer. El resto de su tiempo era suyo.

En los primeros días en los que la fiebre lo tenía abatido y sintiéndose hervir por dentro pensó en el agua fría, y puso las manos sobre su vientre exactamente sobre el ombligo. Sorprendentemente, sus manos estaban heladas. El frío se coló en su ombligo y eso lo relajó; lo relajó tanto, que cayó en un estado de duerme vela en el que las sensaciones se hicieron tan reales que después no supo si lo que había pasado era cierto o lo había soñado. Mientras el frío relajaba su cuerpo, se sintió colarse a través de su ombligo como el que cae por un tobogán. Cogía velocidad como pasajero en un agujero de gusano de aquellos que salían en los comics y que, después de lo que creyó un suspiro, lo dejó suspendido en medio del universo. Estaba oscuro y al tiempo podía ver las estrellas. Se convirtió en un observador galáctico por unos segundos…unos segundos que fueron interrumpidos por una voz familiar que lo trajo de vuelta. Era su madre.

Estaba aturdido por la visión y la voz de su madre, que perturbaba la digestión de tan espectacular viaje.

Desde aquel día, sus visitas a la biblioteca se incrementaron, buscando imágenes sobre lo que había visto. Descubrió la constelación de Andrómeda, a Pegaso y a Orión en todos aquellos ires y venires buscando información…y empezó a mirar al cielo preguntándose que había allí fuera.

Con sólo 7 años, había hecho un descubrimiento monumental que le permitía desvelar otros mundos…Aquella espiral que se dibujaba en medio de su cuerpo tenía un para qué, igual que los pies le servían para caminar, su ombligo no era sólo un orificio donde se acumulaba la pelusilla del jersey o que limpiar cuando se duchaba, si no que se había convertido en una entrada a algo fascinante.

Agujero de gusano

Lo había conectado con su madre antes de nacer, según le habían enseñado en el colegio, y ahora, por casualidad, le había abierto una puerta al universo.

Luz y alegría

Tundra

Fotografia Tundra de San Martin

 

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Historia de un piano

Erase una vez un piano de cola que vivía en una mansión.

La mansión, gris y un tanto descuidada, había sido abandonada hacía ya algunos años, y tanto la construcción como el jardín que la rodeaba reflejaban la falta de un espíritu que las habitase y les diese vida.

A pesar de sus dimensiones y de su potencial, cuando se pasaba por delante de la verja, un tanto oxidada, que delimitaba el terreno que la rodeaba, pocos se paraban a mirar; llevar los ojos hacia ella era entrar en un estado de letargo y nostalgia pasada que los paseantes instintivamente evitaban.

Si entrabas en la casa, a la izquierda, en medio de un gran salón vacío descubrías un piano. La tapa superior del piano estaba abierta sostenida por un bastidor que parecía informar de que en algún momento había sido tocado y parecía como si súbitamente hubiese quedado huérfano. Sus teclas estaban cubiertas con un fieltro verde, cubierto también de polvo.

Las casas abandonadas tienden a ser invadidas lentamente por otros seres, plantas y animalitos varios que buscan el calor y el recogimiento en el invierno o un lugar seguro donde procrear en primavera, y aquella casa no era distinta.

Descubrieron, por fortuna, unos ratoncillos un recoveco por el que colarse a través de la puerta del jardín. Digo por fortuna, por que la invasión de los ratoncillos supuso un cambio que pocos podrían haber sospechado.

Los espacios que recorrieron aquellos ratoncillos antes de descubrir el piano eran inmensos, pues inmensa era la casa llegando, finalmente, a la sala donde se podía descubrir al instrumento, solemne, de cola, abierto y… lleno de polvo. Ante tan impresionante visión, algunos, temerosos, lo miraban de lejos; no obstante, un par de intrépidos se aventuraron a escalar por él y a pasearse por su superficie. Quizás podrían hacer allí su nido. Por su temperamento inquieto, los ratoncillos, iniciaron un juego en el que se deslizaban, después de coger carrerilla, por la superficie de la tapa que cubría las teclas. En ese juego inocente se precipitó uno de ellos cual bola de nieve que rueda ladera a bajo, sobre el fieltro que las cubría, abriendo la caja de los truenos, pues sonaron un seguido de notas que se oyeron hasta el otro lado del mar.

Inmediatamente, todos se escondieron ante tal estruendo, pero al ver que no pasaba nada, repitieron la experiencia saltando sobre el teclado y descubriendo sonidos armónicos e inarmónicos en ese juego saltarín.

Mientras descubrían los sonidos de todas aquellas notas, iban desempolvando el piano adormecido que se liberaba de un gran peso creando imágenes en el aire que, instantes después, desaparecían.

Un día alguien pasó por delante de la casa, y oyendo el sonido de las teclas del piano abrió la cancela, llena de herrumbre, y entró en ella.

Por supuesto, nuestros tímidos ratoncillos, al oír el chirriar de los goznes de la puerta se escondieron, observado curiosos al intruso que se paseaba por toda la casa.

Como no, llegó a la habitación del piano y allí lo descubrió…lleno de polvo…lleno de polvo, y lleno de señales de patitas por todos lados.

Sorprendido ante el descubrimiento, abrió las ventanas, dejó que la luz ocupara la habitación y se sentó a tocar el piano.

No sonaba mal.

Salió decidido. Esa sería su casa. Habría que ponerla en luz, limpiar, pintar, decorar…un proyecto que abordar con energía, sin prisa, pero sin pausa.

Así que nuestro pianista compró la casa y actualizó cada una de las estancias, así como el precioso jardín que la rodeaba, no sin esfuerzo, pero con ilusión por la visión que lo empujaba.

Reparó las cañerías que inundaron la cocina; sustituyó los cables que se habían quemado y todas las tardes, al ponerse el sol, tocaba el piano entre pinturas y herramientas.

Después de algún tiempo, no pudo creerlo, un día amaneció y se dio cuenta de que, lo importante estaba hecho, así que disfrutó de su música matinal que se armonizaba con el canto de los pájaros que habían ido trasladando sus nidos a su jardín.

Los ratoncillos, encontraron un lugar donde esconder su nido y poder disfrutar de la música que, ahora sí, salía de un piano afinado y vivo.

El propietario nunca los buscó, aunque sabía que estaban en algún lugar; gracias a ellos había descubierto la casa y había llegado hasta el piano.

A veces, la vida, pone ratoncillos en nuestro camino para despertar aquello que está abandonado y precisa ser rescatado.

Y quizás, si les prestamos atención, llegaremos a nuestro piano y abriremos las ventanas de nuestra casa para que la luz la inunde llenándola de música.

Luz y alegría

Tundra

Fotografia Tundra de San Martin

 

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El Templo de la Verdad

Dice la leyenda que, hace mucho mucho tiempo, se había construido en un lugar emblemático el Templo de la Verdad. El templo estaba sostenido por once hombres y once mujeres, así que sus columnas eran parejas y se sostenían unos a otros. Sostener aquel templo no era fácil. Requería saber de sí para mantenerlo con coherencia.

A ese templo peregrinaban e iban a rezar los que dudaban, los que se sentían perdidos, los que vagaban sin rumbo.

El Templo de la verdad

Rodeado de olivos, acariciado por los vientos del sur en una tierra seca ofrecían el aliento al que moria en vida.

Un día, un viento procedente de no se sabe dónde, los rodeo creando la duda en sus oídos. Algunos pasaron por alto esas voces de sirena, mas en otros, su susurro abrió una brecha que los confundió, haciéndolos dudar sobre lo que sostenían: ¿qué verdad era esa?  y ¿para quién la sostenían?

Aquel viento desconocido coló en sus mentes un nuevo lenguaje que les ofrecía la posibilidad de descubrir otras cosas para sí, así que algunos de ellos fueron abandonando su honorable propósito, abandonando así también a su homónimo masculino o femenino en aquel templo. Las parejas se desparejaron, y el templo fue perdiendo columnas de sostén.

Finalmente fueron tan pocos los que se quedaron a sustentarlo que el templo se cayó.

Durante mucho tiempo se vivió en el caos pues no había referencia ni orientación, y las gentes andaban de un lugar a otro buscando sin orden ni concierto. Buscaban y construían templos similares que al poco se derruían siendo sustituidos por otros más ostentosos y brillantes que nuevamente acababan desapareciendo.

Dice la leyenda que los dioses, en su compasión, decidieron encender un fuego en el corazón de los hombres.

Dicen también que, a lo largo de los tiempos, esas almas se han ido buscando para reconstruir aquel templo original y que en algún lugar, bien protegido de vientos poco amables lo consiguieron, y lo mantienen a resguardo; no obstante, los que lo buscan lo encuentran y cuentan que ya no son once  parejas las que lo sostienen, son muchos más.

Vega

Se dice que aquellas almas primeras buscaron algo que les recordase cada día su fragilidad para así poder sostener y no volver a olvidar su verdadero propósito, y pusieron una estrella en el firmamento: Vega, para no perder el norte y recordar que debían ser fieles a los dictados de su corazón; a su verdad.

Desde entonces, hay muchas almas que miran nostálgicas cada noche a Vega, buscando el camino de vuelta a casa, y ella, silenciosamente, les marca el sendero que los lleva a su corazón.

Luz y alegría

Felices Fiestas a Todos

Tundra

Fotografia Tundra de San Martin

 

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Camisa de seda

Lucía vivía en una aldea, una aldea en un lugar recóndito en el interior. Una aldea lo suficientemente pequeña como para que todos supiesen de todos y, en ese trasiego del vivir no se sintiesen solos.

El paisaje que la rodeaba no era seguramente muy distinto del que os podéis imaginar. Viviendo en el interior como vivían, los rodeaba una naturaleza abundante que cambiaba de color en cada estación del año y les ofrecía distintos frutos que llevar a la mesa: ora unas fresas, ora unas castañas.

Lucía había heredado la profesión familiar, era lavandera. Las mujeres iban al río después de recoger la ropa de varias casas, y recorrían la avenida de árboles que llevaba del centro de la aldea hasta la sinuosa curva con la que el meandro del río les había favorecido en su devenir por aquellas tierras, y por donde las aguas discurrían a ritmo de swing, esto es, alegres pero no arrolladoras, permitiéndoles hacer su tarea con seguridad.

Meandros del río

Mientras era chica, a Lucía le parecía que aquella era una tarea muy divertida. Ayudaba a mamá y a otras mujeres a recoger las ropas de las otras casas, cargaban sus burros y en una dicharachera caravana veía como se dirigían al rio, lugar que sólo pudo visitar con ellas cuando cumplió los quince.

Antes de eso, se le antojaba que lo que debían hacer en el río debía ser un muy especial por cuanto no permitían a los niñ@s más pequeños acompañarlas.

Los pequeñ@s iban a la escuela y las veían partir en su romería diaria hacia su destino, cuando salían a la plaza mayor en el recreo, alrededor de a las 10:30 de la mañana.

Las mujeres, no se levantaban tarde, bien al contrario, se levantaban poco antes de que despuntara el sol; preparaban los desayunos, organizaban sus casas y comenzaban a prepara la comida de medio día con el fin de que el tiempo no se les comiese en sus quehaceres.

Sus cocinas olían a pan caliente recién horneado, a sofrito de cebolla y ajo, a potaje que se cocía lentamente sobre el fuego del hogar. Aquel fuego debía ser avivado cada mañana pues, durante la noche su flama se había ido consumiendo y solo se podía reparar en los rescoldos que conferían al espacio una atmósfera suave y tibia.

En todas las casas había alguien que se encargaba de aquella tarea, una tarea que, por obvia y necesaria, nadie ponía en valor pero que todos echaban en falta si desaparecía.

Así que aquella excursión diaria de algunas mujeres al rio a Lucía se le antojaba especial.

Era así como lo sentía, así que al cumplir los 15 e iniciar su nueva labor, lo hizo con entusiasmo. Era enérgica y se disponía con orgullo a cargar los burros con la ropa, el jabón y la artesa (una tabla de madera con unas ondulaciones y contra la que restregaban la ropa) así como a preparar el tentempié que llevaban consigo.

Las mujeres salían del pueblo en plena cháchara saludando a unos y otros y al llegar al río se afanaban en sacar lustre a una ropa, en muchas ocasiones, un tanto ajada.

Al principio, y para que se fuese acostumbrando a la tarea, frotaba sólo algunas piezas, sus brazos no estaban preparados para más, pero con el tiempo, se puso de lleno, no tardando primero en agrietársele las manos y luego encallecérsele mientras sus brazos cogían una fuerza que ya hubiese querido un pugilista.

Mientras, se quejaba a su madre: madre, las manos se me están volviendo ásperas, la piel dura y me duelen; a lo que su madre sonreía y tomaba la crema de caléndula aplicándosela con suavidad por las manos como cuando recibía una caricia infantil.

En el río, las mujeres hablaban de todo y de nada, porque no había novedades todos los días, aunque siempre había alguna que sacaba tema de conversación de debajo de las piedras

Lucía, que después de algún tiempo había dejado de ver con entusiasmo una tarea tan ardua, dejó de sumarse a las dicharacheras conversaciones y empezó a mirar, y el mirar la llevó a observar.

Observar no es una tarea fácil. Observar implica mirar y que ese mirar tenga un tanto de comprensión dejando de hacer las cosas por inercia o al tun tun. Así que se abrió un basto mundo de exploración en aquel trabajo que se había convertido ya en rutinario.

El mayor descubrimiento lo hizo un día pasando por la avenida de árboles que, a lado y lado del camino las acompañaban en el tramo desde el pueblo hasta el río.

Observando las cortezas de los árboles, se le antojaron señoritas, a cuál más divertida. Una parecía tener cara pícara y parecía decirle cada mañana: “buenos días salá”, otra mantenía una postura elegante y risueña, otra, parecía reírse del mundo, otra parecía tener ojos inquisitivos, mientras que otra parecía bailar dentro de su inmovilismo.

Sus cortezas, ásperas como la de los pinos, parecían esconder un secreto que ella estaba empezando a descubrir.

No comentó nada con las mujeres e internamente llamó a aquel tramo: el camino de las doncellas.

A partir de aquel día su caminar fue distinto, intentando encontrar un lenguaje a aquello que no tenía palabras.

Una mañana, su madre le preguntó: -¿Lucía qué has visto en el sendero que, cuando entramos en el paseo de los árboles sonríes? Te he observado varios días y siempre cambias tu expresión cuando llegamos allí-.

Lucía le explicó lo que había observado y su madre sonrió como el que escucha una historia conocida.

El camino de las doncellas

Aquella mañana, su madre anunció algo al resto de lavanderas: mujeres, Lucía es una Salma.

Un montón de vítores y aplausos acompañaron la noticia. Las mujeres dejaron de trabajar y secando sus manos en los delantales se acercaban y la abrazaban, o le pellizcaban las mejillas felicitándola, desconcertando a la inocente Lucía.

Aquello debía ser bueno, pero ella no entendía nada. Luego se lo explicaría su madre mientras se aplicaban  en las manos por la noche  la milagrosa crema al amor de la lumbre.

-¿Sabes lo que significa Salma?-

-Mira, Salma es una palabra que viene de la lengua de aquellos que vivieron aquí antes que nosotros y no sé de qué manera ha llegado a nuestros días. Significa mujer de paz.

En fin, nunca pensé tener una salma en casa, es un honor.

-Mamá y ¿por qué es tan especial ser Salma?-

-Cariño- dijo su madre -No todo el mundo puede ver el interior de las personas, ¿sabes?

-Pues yo no creo que sea nada especial -dijo Lucía… de hecho, deberíamos poder verlo todos: lo amable que es Juan, aunque a veces se muestre arisco; lo cuidadosa que es Amalia, aunque en ocasiones sea esquiva, lo generosa que es Carmela aunque a veces nos mire por encima del hombro…

-¿Sabes mamá? Creo que no lo ven porque no se lo ha enseñado nadie- y se quedó pensativa.

-¿Y si aprendo y lo enseño en la escuela? ¿Me dejará la maestra?-

La niña estaba entusiasmada con su nuevo objetivo mientras la madre veía como lentamente una de las lavanderas dejaba el oficio para hacer algo nuevo.

Solo sabía mucho la vieja del risco que hablaba con las hierbas, así que dejó que la visitara para aprender, a escondidas de su padre que lo hubiese tachado de chifladura de mujeres.

Sueños

Con el tiempo, Lucía se incorporó a la escuela local en calidad de maestra. En su primera clase les preguntó a sus alumnos:

-¿Queréis aprender a leer?-

-Y ¿a hacer cuentas?-

Los niños afirmaban con la cabeza.

-Pues aprenderemos todo eso y algo mucho más importante- les dijo Lucía.

-¿Qué podía ser más importante para tener un buen futuro que leer y llevar bien las cuentas?- le preguntaron los niños.

-Aprenderemos a ver la camisa de seda que todos llevamos dentro-dijo ella.

Desde entonces, pasan cosas en el pueblo, cosas que tienen que ver con cómo se valora a cada uno: Alejo pasó de ser el glotón zampabollos a ser el “gourmet”. Años después se convirtió en cocinero alegre y, no veáis cómo se llena el merendero de gente y de aldeanos de los pueblos contiguos. Eva pasó de ser un bicho inquieto al que se le llamaba la atención, a apodarla la mariposa azul, por la cinta que siempre llevaba en el cabello. Hoy es la que trae las telas de moda de la capital y con ayuda de Carmen, manos de ángel, confecciona los vestidos y los trajes de los lugareños.

Sabían leer, escribir y hacer cuentas y, algo que les permitió verse y reconocer en los demás su camisa de seda… Y así cambió el mundo dibujando sonrisas.

Camisa de seda

Dedicado a todos los maestros o a los que como ellos enseñan a niños y a adultos lo más importante, a SER y a mostrar quienes realmente somos. Por eso, ¡GRACIAS!

Luz y alegría

Tundra

Fotografia Tundra de San Martin

 

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Yo soy vaca; ella ardilla; tu mono

En cualquier país del mundo podemos encontrarnos con una familia tan singular como la que os presentaré. Os preguntareis por qué la califico de singular; pues bien, os daré una pista: nunca se habían mirado en las aguas del río. Lo comprenderéis más adelante, si no lo habéis adivinado ya.

Después de conocerlos, mi vida cambió. Quizás también cambie la vuestra.

Empezaré esta historia presentándoos a los miembros que componen esta familia.

Uno de ellos era una vaca. Como vaca que era, era un animal grande, lento, no parecía tener grandes aspiraciones; sin aparentes deseos a parte de alimentarse y descansar al sol; no parecía tener mayor preocupación. Al mirarla transmitía serenidad y reflexión.

Pareciera obvio que alguien que se mueve despacio, que escanea con la mirada lo que le rodea y hasta donde su flexibilidad le permite lentamente pueda transmitir serenidad y sosiego y, que todo el tiempo de que dispone (aparentemente mucho) le permita una cierta reflexión.

Y todo se desarrollaba a ese ritmo, donde todo tenía su tiempo: laaaaargo para disfrutarlo.

El otro miembro de la familia era una ardilla, ¿podéis imaginarla? La ardilla, pequeña, ágil y divertida subía y bajaba por las cortezas y entre las ramas de los árboles próximos recolectando todo tipo de frutos secos, semillas y algunos vegetales.

Su vida transcurría un poco más rápida que la de la vaca que la observaba ir y venir constantemente.

Ardilla le llevaba a Vaca lo que iba encontrando en el bosque, claro que, no todo podían compartirlo, pues su alimentación era muy distinta, pero sí compartían algunos bocados y también compartían largas conversaciones en las que Ardilla explicaba las novedades que había descubierto en su ir y venir, y Vaca hacía lo propio desde donde estaba, porque, a pesar del aparente poco movimiento, pasaban muchas cosas dentro de sí.

Y así fue hasta que llegó la prole y el prado cambió.

Ardilla y Vaca tuvieron a un pequeño monito.

En este momento os estáis preguntando cuan absurda es esta familia, ¿no es cierto? Nuestra mente nos está informando puntualmente: una vaca y una ardilla no pueden tener un mono.

Nuestra mente, como fiel testigo de lo que estudiamos, acaba de etiquetarlo como absurdo; y quizás la genética nos informa de eso, pero esto es un cuento…¿Por qué no abrirnos a esa posibilidad?

Cuando llegó el monito muchas cosas tuvieron que cambiar, cosas sencillas en las que antes no habían pensado porque cada uno hacía lo que necesitaba hacer respetando sus espacios. Así, uno se paseaba por el prado mientras el otro exploraba los árboles inmediatos que colindaban con aquel o, uno comía nueces mientras el otro pastaba a sus anchas.

Al llegar monito, tuvieron que alternarse para cuidarlo, pues era frágil y necesitaba ser alimentado y protegido.

Descubrieron que, a pesar de poder comer algo del pasto de la vaca, no le hacía bien comer siempre aquello, al igual que tampoco le hacía bien comer siempre frutos secos o semillas. Descubrieron también que, aunque podía caminar al lado de la vaca mientras paseaban por el campo, lo que monito quería era subir a los árboles como ardilla.

Aprendió de ardilla cómo subir a los árboles. Tuvo que descubrir cómo saltar de rama en rama pues, ardilla, lo hacía distinto y se sorprendió abriendo sus ojos de par en par al poder ver todo aquello que no se veía desde abajo y, así, empezó a ampliar su radio de acción.

Con Vaca disfrutaba conversando y explicando historias, con Ardilla descubría un entorno que empezó a hacérsele pequeño.

Vaca y Ardilla observaban al monito y se daban cuenta de que no podían predecir su comportamiento, ni lo que iba a pasar y no podían anticiparse a sus movimientos para evitarle los peligros que hay en todo bosque. Eso, empezó a ponerlos nerviosos, al igual que los comentarios que hacían tanto el rebaño de vacas, como la comunidad de ardillas.

Los primeros, se ponían nerviosos con tanto ir y venir, tanto subir y bajar rompía su tranquila vida en el prado desde donde veían los confines de su mundo.

Los segundos, no entendían porqué no recogía hacendosamente frutos y semillas para el invierno, por qué no trabajaba arduamente para construir su refugio en un árbol y así poder guarecerse de la lluvia o del frío.

Monito, que era muy sensible, percibía toda aquella incomprensión y se sentía solo a pesar de querer mucho a aquellos con los que convivía y de los que había aprendido tanto. No se sentía cómodo ni con el rebaño de vacas, ni con la comunidad de laboriosos roedores.

Hubo mucho tiempo de enfados por que unos y otros no entendían lo que monito necesitaba y su naturaleza le pedía.

Se oía constantemente a unos:

-¡No subas tan arriba, es peligroso!

-¡No te alejes!

-¡Quédate quieto!

-¿Me ayudas a encontrar semillas?

Monito, que ya dejaba de ser pequeño, habló un día con Vaca y le dijo:- Vaca, no me gusta comer contigo, no me gusta recostarme todo el rato, me gustaría explorar lo que hay más allá de ese bosque.

Vaca le dijo:

– más allá no hay nada. -Mira- le dijo Vaca, -si levantas la cabeza, ¿qué ves?-

-Yo veo el prado, el rebaño, el bosque que limita con el prado. ¿Ves algo más?

-No- contestó monito, -pero Vaca, ¿sabes?, tu ves sólo esto. Subes al cerro por el mismo camino cada día, mas yo he subido con Ardilla a los árboles y se ve un charco de agua enorme al otro lado del bosque, y otros bosques y otros prados. Esto es muy aburrido- concluyó.

Vaca estaba nerviosa, no sabía cómo ayudar a monito que se sentaba a su lado mirando a lo lejos con la mirada perdida.

Era intrépido y no podía evitarle los peligros que sabía que los rodeaban.

Si había otros lugares, también habría otros peligros para los que no lo habrían podido preparar y eso la inquietaba, porque lo veía inocente. ¿Acaso podría despertarse la astucia en él para sortear los peligros, o sería presa de los lobos en cuanto saliese de aquel prado?

Ardilla y Vaca lo querían mucho y mantenían muchas conversaciones intentando ver cómo podrían ayudarlo.

Un día, el viejo búho, al que todos acudían en busca de consejo cuando se sentían perdidos les dijo: – id los tres al río y no bebáis de sus aguas, sólo mirad.

Estuvieron largo rato los tres mirándose en las aguas del río y cada uno veía su cara, sólo su cara. De vez en cuando, monito se quejaba: – ¡qué aburrido! ¿Qué quiere búho que vea, acaso estos ojos grandes?, ¿estas orejas chicas?, ¿estos brazos largos? …

Al oír aquello, vaca dejo de mirarse y miró el reflejo de monito en el agua y se dio cuenta de que no era como ella. Obvio, ¿no?

Miró a ardilla, y se dio cuenta de que tampoco era como ella, aunque vivían en el mismo prado…y exclamó en voz alta:

– ¡Cáspita!, ¿cómo no me he dado cuenta antes? (le gustaba aquella palabra, se la había escuchado a algún humano y le parecía alegre, divertida y sobre todo, el reflejo de un descubrimiento de monumentales dimensiones).

Ardilla y Monito la miraron atónitos.

– ¿Qué has descubierto?

-Que no puedes comer lo mismo que yo, ni retozar en la hierba, ni rumiar …porque ¡no eres vaca! Y tampoco puedes seguir a ardilla, porque no eres ardilla, ¡eres mono!

– ¿Cómo te voy a ayudar a ser mono, si yo no soy mono?

– ¿Cómo lo va ha hacer ardilla, si tampoco es mono?

Vaca estaba entusiasmada con el descubrimiento. Llegó a la conclusión de que, por más que se esforzase, no podría nunca colgarse de una rama, ni ver los otros bosques y prados desde lo alto, porque simplemente a ella le correspondía comportarse de otra manera. Nunca sabría dónde podría llegar Monito pero ella no lo vería con sus ojos. Monito se lo explicaría, mas ella nunca podría seguirle, ni protegerle, ni anticiparse, porque sus destrezas y habilidades eran distintas. Sólo podría advertirle de lo que ella creyera prudente, prudente desde su lugar de vaca.

Ardilla que era rápida y lista, pilló al vuelo el mensaje de Vaca. Ella tampoco podría seguir a Monito. Quizás sí un tramo, quizás sí hasta la rama del roble centenario, lo que había después quedaba muy lejos de casa y, si iba más allá, no le seguiría. ¿Quien le recordaría que tendría que recolectar para no pasar hambre? ¿Quién le enseñaría a ser previsor? ¿A estar alerta y ojo avizor frente a las incertezas de lo que se encontrase?

Esa visión los alivió, más después de soltar la preocupación que llevaban, sintieron una nueva responsabilidad: tenían que encontrar una comunidad de monos que lo ayudasen a desarrollar sus habilidades para poder ser feliz. Esa sería su misión.

Agradecieron a búho su consejo. Él había augurado un futuro sorprendente para Monito, pero nadie había dicho que sería en aquel prado y junto a aquellos árboles. Nadie, nunca, dijo qué tendría que pasar para que el indómito e inquieto monito fuese el rey de su manada.

Encontraron un mono con el que descubrió un millar de posibilidades. Tuvo que caer de las ramas algunas veces, dar su brazo a torcer otras tantas y, poner los pies en el suelo con la misma seguridad con la que volaba en las alturas.

Hoy, monito, vive la vida que quiere. Descubre nuevas posibilidades, y experimenta con seres que, como él, se mueven entre el suelo y el cielo.

De vez en cuando, se deja caer por el prado y comparte sus aventuras con Vaca, que es feliz por que lo ve feliz y, juega con complicidad con ardilla en las alturas sabiendo que ese patio no es el suyo desde hace mucho.

¿Por qué no abandonar el sufrimiento y mirarnos en el río? ¿Vernos como somos y ofrecer a cada cual lo que precisa para poder SER fiel a su propia naturaleza y así ser feliz?

Dedicado a todos aquellos que en alguna ocasión se sintieron igual de perdidos que Vaca y Ardilla, o que son Monito, y no están cómodos en el prado donde viven.

Luz y alegría

Tundra

Fotografia Tundra de San Martin

 

 

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